No nos pidas la fórmula

que mundos pueda abrirte,

si alguna sílaba torcida

y seca como una rama.

Sólo esto podemos hoy decirte:

lo que no somos,

lo que no queremos.

Eugenio Móntale.

Este número de Adesso será distinto de los demás. Intentaremos responder a una pregunta que nos hacemos a menudo: “sí, pero en el fondo qué queréis”. Tal vez alguien se sorprenda de la elección de un tema tan general en un momento en que la represión se recrudece con las últimas encarcelaciones de anarquistas en Trento y en el resto de Italia. No faltan cosas que decir al respecto, y lo haremos cuanto antes. Desde ahora, hasta los ciegos deberían darse cuenta de que el poder golpea de forma cada vez más abierta de toda forma de disenso. Sin embargo, la represión no puede cortarnos la respiración y obligarnos a seguir los plazos que marca. No nos gusta el papel de eternas Casandras. Tal vez por eso liemos sentido la exigencia ¿por qué ahora?, es difícil decirlo de escribir algunas líneas sobre la vida por la que combatimos, más allá de luchas y acontecimientos específicos, y a despecho de policías, fiscales, periodistas y carceleros. Los problemas que planteamos como el de una sociedad sin cárceles normalmente apenas se tratan. Sin embargo queremos intentarlo, aunque sea dentro de los angostos límites de nuestra hoja de crítica social. Pero, ¿por dónde empezar?

Sabemos que es imposible llegar al fondo de nuestros deseos, que, literalmente, no tienen fondo. Y al mismo tiempo no tenemos problemas en admitir que tenemos un ideal. Para nosotros, un ideal es una forma cotidiana de vivir y al mismo tiempo la configuración del mundo en el que nos gustaría vivir. Idea, ideal, son conceptos que nos remiten, etimológicamente, a la capacidad visual, a la visión. Se trata de una facultada imaginativa, de prefiguración precisamente.

Prefigurar no significa construir minuciosas arquitecturas de mundos alternativos, mapas detallados de la tierra de la Utopía. Esto, además de imposible, nos trae de nuevo una idea de sociedad opuesta a la que queremos: una sociedad planificada por algunos, con la intención de “mejorar la humanidad” aunque sea contra… su propia voluntad.

Para nosotros, la prefiguración es una imagen que atraviesa la mente, una imagen en la que la experiencia se mezcla con la tensión y la esperanza, en la que las posibilidades del pasado se reencuentran en la ruptura del presente. Esta imagen se nutre de luchas y valores, de técnicas y de saberes, de espacios y de tiempos. De esto hablaremos en este número, conscientes de que los que queremos no puede sino “llevar el pánico a la superficie de las cosas”.

Como piedras en el agua

Ante todo individuos. Las definiciones, cuando no son jaulas, son como piedras lanzadas al agua: crean círculos cada vez más amplios, pero ninguno de ellos alcanza a contener completamente nuestra individualidad. A pesar de esto, las palabras no nos dan miedo. ¿Por qué somos anarquistas?, porque queremos un mundo basado en la reciprocidad y en el apoyo muto, y no en la dominación y la explotación. Un mundo sin Estado y sin dinero.

Reconocemos la necesidad de acuerdos o si se prefiere, de reglas para la vida en común: pero para nosotros, el único acuerdo digno de llamarse así es el creado y definido libre y recíprocamente,  y no el impuesto unilateralmente por los que tienen el poder de hacer las leyes y la fuerza militar para hacerlas respetar. Reglas y leyes no son en absoluto sinónimos. La ley es un modo específico basado en la coerción de concebir la regla. En la medida de nuestras posibilidades, intentando vivir según el libre acuerdo, sin aceptar ninguna autoridad que decida por nosotros.

Estamos por el apoyo mutuo porque sabemos que la equidad no es suficiente si no va acompañada de un sentimiento de solidaridad consciente y voluntaria. Contrariamente al modelo liberal que ve en la libertad de los demás un límite a la libertad propia, sentimos que nuestra libertad se extiende hasta el infinito a través de la libertad de los demás. Contrariamente al comunismo autoritario, sabemos que la igualdad es hermana del despotismo si no es el espacio en el que expresar las diferencias individuales.

Una manera diferente de concebir las reglas determina también una manera diferente de afrontar los conflictos. Ante todo, alguien debe responder solo ante la violación de reglas que él mismo ha definido y compartido, y no ante leyes que otros han establecido en su nombre. En segundo lugar, los conflictos deben afrontarse de manera no represiva, como indicadores de acuerdos inadecuados, como experimentación de nuevas relaciones. En ningún caso la solución de las contraposiciones debe institucionalizarse en órganos represivos, cárceles o cualquier otra forma de segregación, que no harían sino recrear ese poder opresivo cuya naturaleza y consecuencias conocemos. En suma la “justicia” no debe nunca separarse de la comunidad que la expresa, constituyendo así aparatos especializados que tenderían antes que nada a reproducirse a sí mismos y sus privilegios. Ninguna receta, evidentemente. Tan sólo una sensibilidad antiautoritaria que agudizar sobre las ruinas de todas las prisiones.

Para tomar decisiones en común sin un poder centralizador es necesario poder dialogar de manera directa y horizontal. La sociedad por la que luchamos es una sociedad de cara a cara. Una civilización de masas como la civilización industrial, especializa extremadamente el trabajo, crea jerarquías por todas partes, y hace que los individuos sean incapaces de comprender el producto de sus relaciones sociales. Dado que sólo en el individuo el pensamiento puede estar unido a la acción, las fuerzas sociales son siempre ciegas, es necesario que la actividad desarrollada sea directa, controlada y comprendida por los individuos mismos. El trabajo asalariado se basa en todo lo contrario: pocos dirigentes organizan mientras la masa ejecuta, incapaces de dominar o reparar las maquinas de las que se convierten en meros apéndices, o comprender el producto de su actividad.

Lo universal y lo local se oponen sólo en las mentes autoritarias, según las cuales no hay salida del gigantismo de las ciudades y de los aparatos productivos. En realidad, o conseguimos reinventar una vida social sobre bases más pequeñas, de lo pequeño a lo grande, a través de uniones horizontales, con técnicas mas simples, o nos dirigiremos todavía más hacia la desintegración de toda autonomía individual y hacia el colapso ecológico. Es urgente deshacer las relaciones masificadas fuente de conformismo, contaminación y angustia existencial para experimentar otras más adaptadas a las necesidades y deseos de cada cual.

Contrariamente a la visión del progreso que se nos ha impuesto, según la cual la historia traza una línea recta desde la caverna al Fondo Monetario Internacional, la humanidad ha vivido por milenios en sociedades sin Estado y sin poder centralizado. No se trata, evidentemente de soñar con la vuelta a la edad de oro, sino de vislumbrar en el pasado las relaciones y técnicas que puedan ayudarnos a transformar el presente. El redescubrimiento de una nueva autonomía (alimentaria, energética, médica, etc.) es inseparable de un proceso revolucionario de destrucción del Estado y desmantelamiento de la sociedad industrial. Reinventar la relación entre la soledad y la compañía, entre el bosque y la aldea, entre el campo y la ciudad, no es sólo una tensión ética: es una necesidad vital. El capitalismo ataca las fuentes misma de la vida, la comida, el aire, el agua, y las transforma en mercancía. Es ilusorio pensar en retirarse a alguna reseña de este gigantesco supermercado. Agrandar los espacios de autonomía experimentando otras formas de vida y de relación y subvertir el actual estado de cosas son, insistimos, aspectos inseparables.

Contrariamente a la propaganda tecnológica, según la cual todo lo que es eficaz técnicamente es positivo socialmente, creemos que las técnicas deben estar sometidas a consideraciones éticas y sociales, y que se debe echar marcha atrás una supuesta eficacia técnica se obtenga gracias a una mayor especialización, a un mayor poder, o a un empobrecimiento de las relaciones humanas.

¿Entonces?

Algunas de estas reflexiones son actualmente banales para mucha gente, revolucionarios, o simplemente críticos. Lo que nos caracteriza como anarquistas, es que consideramos los fines como inseparables de los medios, porque los métodos de lucha dejan ya entrever la vida por la que combatimos. A despecho del maquiavelismo reinante, sabemos que rechazando ciertos medios, rechazamos también ciertos fines, precisamente porque aquéllos contienen siempre a éstos. Infinitud de ejemplos históricos enseñan a dónde lleva la lógica del oportunismo, de las excepciones tácticas y estratégicas, de la “transición al comunismo” (que nunca transita y todo justifica). A dictaduras despiadadas o a social democracias asesinas.

Alguien dijo que no se puede combatir la alienación de manera alienada. No es posible reproducir en nuestras relaciones y prácticas las mismas dinámicas que las de la dominación que se combate. Por tanto, estamos por la autoorganización de las luchas, es decir, por una autonomía frente a todas las fuerzas sindicales y de partido, por la conflictividad permanente con el poder, sus estructuras, sus hombres, su ideología. Igual que rechazamos el embrollo electoral con el que se oculta la dictadura del capital, rechazamos los lideres, las jerarquías, los comités centrales, los portavoces mediáticos (futuros jefes políticos).

Atacar al poder en vez de reproducirlo, desertar de las instituciones en vez de mendigar subvenciones; son métodos que, en lo inmediato, pueden parecer poco eficaces e implican cierto aislamiento (bien preparado por el constante linchamiento mediático). A todo esto se puede responder que el sentido de lo que se hace va unido a la actividad misma, y no en la medida de que los resultados cuantitativos; las fuerzas sociales son imprevisibles, y no se pueden medir mediante censos: lo que nosotros percibimos no es en realidad mas que los primeros círculos creados por las piedras que lanzamos. Por otra parte, la búsqueda de la coherencia es la fuerza que contiene a todas las demás, y esto no por adhesión abnegada a una doctrina, sino por el placer provocado por un alma en concordancia consigo misma. “En la unión del pensamiento y la acción, dice Simone Weil, se renueva el pacto entre el espíritu y el universo”.

Así, lo que puede parecer “purismo” (como dicen despectivamente los realistas) es en realidad una manera bien concreta de palpar la existencia, “en el placer orgulloso de la batalla social”.

La autoorganización de la que hablamos no es un simple movimiento del espíritu. Es una experiencia humana que existe desde la noche de los tiempos, un gran arsenal teórico y práctico que el pasado ha transmitido al presente. Desde la Edad Media hasta ahora, son incontables los ejemplos de comunidades que abolieron la propiedad privada y el Estado, en una tentativa apasionada de realizar en la Tierra la felicidad que las religiones habían confinado en el Reino de los Cielos. Pero no necesitamos un pasado en el que buscar justificaciones a nuestros deseos. La autoorganización es una realidad que existe en el mundo actual, como práctica social durante explosiones insurreccionales o como método de lucha en conflictos más específicos. Millones de personas experimentan con la acción directa no por ideología, sino porque es la única manera de arrancar algunas mejoras reales a los patronos. La crítica anticapitalista que los intelectuales juzgan vana, superada, o criminal, es ratificada por muchos explotados que sufren el capitalismo en sus propias carnes. Y nosotros, ¿qué hacemos?

Sin ninguna mentalidad vanguardista, debemos simplemente aportar nuestra contribución allí donde estemos, para favorecer prácticas de autoorganización y acción directa. Cuando sea posible, proponiendo nosotros mismos situaciones de lucha social, cuando no, interviniendo sobre nuestras bases en conflictos determinados por otros. Al no ser especialistas, no tenemos ningún campo de intervención exclusivo, entre otras cosas porque esta sociedad ha alcanzado un grado tal de interdependencia entre sus sectores, que se ha vuelto imposible modificar profundamente algún aspecto significativo sin cuestionar el conjunto. Incluso satisfacer la exigencia de una alimentación no envenenada significa, como ha escrito alguien, el desmantelamiento de todo el sistema de producción, de intercambio y de transporte existente. Desde el problema de la devastación del territorio a la guerra, cuando la crítica se vuelve más profunda, se ve obligada a situarse frente a la sociedad en su totalidad y a sus perros guardianes. Ciertamente algunas cuestiones nos importan mucho más que otras, entre otras cosas porque creemos que son más recuperables, es decir, neutralizables por la dominación. Se puede concebir un poder que construya menos incineradoras o tecnologías altamente nocivas, pero no es concebible un poder que produzca menos cárceles, de la misma manera que no ha habido sepultureros de la Revolución que no las hayan reconstruido. Por tanto, será bueno recordarlo, el problema de la prisión nos remplaza al de la autonomía de las decisiones y al de la posesión de lo necesario para vivir. Mientras no aprendamos a preferir la libre asociación a la imposición, la solidaridad a la competitividad envilecedora, la lógica del castigo reconstruirá sus jaulas y sus horrores. Estamos por la ruptura revolucionaria porque sabemos que las mentalidades serviles necesitan la misma violencia sacudida que las instituciones sociales, pero también sabemos que una insurrección es tan sólo el principio de un cambio posible y no una panacea. Listos para unirnos a cualquiera que anhele realmente abatir la dominación actual, defenderemos con uñas y dientes nuestra posibilidad de vivir sin imponer ni acatar órdenes de ninguna autoridad, partido, o comité central. La experiencia histórica nos ha enseñado que los peores opresores pueden vestir el hábito de revolucionarios, y nosotros no queremos de ninguna manera entrar en alianzas con los estranguladores de toda espontaneidad subversiva y de toda libertad. Para nosotros, la única violencia aceptable es la que libera y no somete, la que destruye el poder y no lo reproduce, la que defiende la posibilidad de cada cual de vivir a su manera. Imponer la libertad es un contrasentido. “Si para vencer tengo que levantar un cadalso, dijo Malatesta, entonces prefiero perder”.

Que el coro de inteligencias sumisas repita que una revolución es imposible no nos impresiona ni nos sorprende. ¿No es esto lo que los treinta tiranos repetían a los demócratas atenienses, los aristócratas a los burgueses, los latifundistas a los campesinos mexicanos, los demócratas a los anarquistas españoles, los burócratas estalinistas a los insurgentes húngaros, los sociólogos a los “pérfidos lobos” (como los calificó Pravda) del mayo francés? “Hacer la revolución a medias es cavar nuestra propia tumba”, esta es una importante lección que sacar de los que nos han precedido en el camino de una revolución anarquistas.

Nos consideramos explotados al lado de otros explotados, y nuestra impaciencia, nuestra determinación de atacar aquí y ahora, forman parte también del conflicto de clase. No aceptamos jerarquías fundadas sobre los riesgos previstos en el código penal: una octavilla tiene la misma dignidad que un sabotaje, porque para nosotros la acción directa no se opone a la difusión de las ideas.

Los años futuros estarán cargados de conflictos, algunos difíciles de descifrar, otros claros, tan nítidos como las barricadas.  La autoorganización volverá a llamar con fuerza a la puerta de la guerra social.

Nuestros cómplices son y serán todos los individuos dispuestos a luchar para conquistar la libertad junto a los demás, y dispuestos también a arriesgar la suya propia.