De una manera u otra en los dos primeros números del periódico hemos hablado de Santiago Maldonado. Ahora se cumple un año de su asesinato y tenemos la necesidad de decir algunas cosas.
Los tiempos del poder político y judicial no son los nuestros, y mucho menos su concepto de justicia, por lo tanto hablar de la causa penal o dar opiniones sobre peritajes, testigos y política no tiene demasiado sentido. Sí queremos hablar sobre algunas cosas que vemos y sobre las cuales preferimos poner el acento y la reflexión. Demás está decirlo, pero hablamos de un nosotros que no incluye a su familia y seres queridos. Ellos llevarán el duelo y su búsqueda de verdad como puedan, y lejos de nosotros/as está el juzgarlos. Si a nosotros/as nos duele, lo que están viviendo ellos ni siquiera podemos expresarlo en palabras.
Compañero Santiago Maldonado, ¡presente!
Como el del Lechuga, otros nombres fueron gritados. Con bronca, como una mezcla de desahogo y grito de guerra. Esa guerra social que no elegimos pero de la que somos parte. Pero lamentablemente el Lechuga está muerto. Ese “¡presente!” es recuerdo. Tampoco están Darío, Maxi, Mariano, Rafael y otros/as. Tantos/as, que algunos/as decidieron nombrarlos en forma numérica.
Quizás gritar su nombre sea una forma de expresar que no olvidamos. Del mismo modo pueden pensarse esas pintadas, o los murales, o la cantidad de hojas escritas hablando sobre su muerte. Pero en todo esto hay algo que no termina de cerrar. ¿Cómo recordar a un compañero sin caer en el icono, sin alejarlo? ¿Cómo evitar el olvido sin levantar mártires, sin entrar en misticismos?
Que el Lechuga fue solidario quedó claro en sus acciones conocidas y transmitidas por gente cercana. Murió muy lejos de su casa, codo a codo con gente en lucha. De reconocer esa característica a ponerlo como ejemplo de “lo que tiene que hacer un anarquista” hay un mundo de distancia, una historia y un presente que se deja de lado. Duele, y seguramente duele más que la muerte de otros compas. Pero qué decir de los/as compañeros/as que llegaron a viejos/as, y con sus huesos a cuestas, siempre tuvieron un rato para visitar o recibir a compas más jóvenes, a transmitir experiencias, y andando sin un mango siempre trataban de dejar algo para lo que se necesite. Si murieron de viejos, si tuvieron más suerte contra el Estado parece que pasaran a un segundo lugar en eso de poner gente de ejemplo. Los compañeros que desde la Patagonia hasta la India tuvieron sus gestos para con el lechu, o sostienen otras luchas, estarían en un tercer lugar a menos que sean asesinados/as. La idea y la fascinación de la muerte joven es una mierda. El lechu era un compa, no Kurt Cobain o Guevara.
Nos guste o no, en la historia se habló de mártires, héroes o íconos anarquistas. Sin ir muy lejos, desde hace un tiempo se anuncia una película sobre Soledad Rosas, basado en un libro de Martín Caparrós llamado “Amor y Anarquía” y por esas cosas de la vida y el dinero, su directora es una de las hijas del actual presidente argentino. Del otro lado de la grieta, la hija de Néstor y Cristina es guionista en un documental sobre la muerte del Lechuga. Otra muestra de la falta de escrúpulos, de lo miserable de la casta política.
Cada tanto, algún mediático nombra a un compañero que haya tenido una muerte trágica (casi seguro, la tragedia no estará vinculada a, por ejemplo, caer de un andamio por falta de seguridad o de descanso) para hablar de nosotros en pasado, y no faltarán adjetivos del tipo “románticos”, “utópicos”, etc. O se verán actores desfilando en representación de los anarquistas, cayendo en todo el estereotipo en el que ellos creen, como en los festejos del Bicentenario realizados por el pasado gobierno. Seguramente no tenga sentido o no valga la pena luchar contra lo que hace el poder con la imagen que desea mostrar o la idea que quiera generar de los/as anarquistas. Se perdería un tiempo que por el momento no nos sobra. Pero una cosa es lo que se haga desde arriba, o lo que hagan desde la izquierda para sacar rédito y otra muy distinta es lo que hacemos, o no, los/as anarquistas con nuestros/as compas muertos. Por decirlo de algún modo, donde los ponemos.
Los murales del Lechuga, de su cara, parecen ayudar a la idea de ponerlo en ese lugar, queriéndolo o no (y sin entrar a considerar el ego del artista, la vanguardia y la idea de las masas alienadas). No faltarán canciones que hablen de su valor, de su arrojo y las remeras o los parches con su rostro siguen ahí. Cada cual sabrá cómo no dejar su muerte en el olvido, pero no vendría mal pensar en qué lugar lo estamos poniendo. Si realmente la cara de Santiago hace bajar la mirada a un compañero, si siente que no se está a la altura, puede ser una reflexión personal pero también el resultado de haber generado un mito. Si la imagen de Santiago hace creer a alguien que la lucha anarquista es únicamente ir a enfrentar al Estado desarmado/a, será necesario directamente derribar el mural y listo. Santiago era uno entre tantos, tan especial y único como cada uno/a de nosotros/as.
En este caso el “nosotros” habla de los/as anarquistas. Bien podría abarcar a un conjunto más amplio de gente que lucha. La solidaridad y la acción directa son propios de nuestras ideas, pero los actos donde se pone en riesgo la vida por otros no son solo de una ideología (¿Cuántos anarquistas estuvimos presentes luego del asesinato de militantes que no eran anarcos?, muchos/as). El poner tanto énfasis en la cara de Santiago, en su persona, puede generar una idolatría que ningún anarquista quisiera para sí. La cosa se complica más cuando de un lado se quiere poner al Lechuga como una víctima más de un gobierno en particular y no del Estado y, por el otro, se intenta resaltar su ideología anarquista al ver el uso político que se hace con lo sucedido. Un equilibrio difícil, recordar un compañero, no negar su persona, su forma de pensar y actuar, y a la vez no crear un icono para idolatrar. Llevamos un año en eso.