Antes que nada, una aclaración, que por más que resulte obvia, no está de más resaltar: no buscamos dar recetas, sobre todo porque “lo económico” es un terreno pantanoso atravesado por infinidad de conceptos (o preconceptos). Lo que sí intentaremos es inmiscuirnos en la temática más allá del sentido común. Dicho esto, nos metemos de lleno en la idea del texto, esperando que sea un aporte valedero que permita ahondar en el sentido crítico.
Es harto comprobable que naturalizamos, por el propio uso, conceptos que teóricamente parecen estar alejados de nuestra cotidianeidad pero una vez que los contrastamos en las situaciones más simples de nuestros días, notamos enseguida que están más presentes de lo que realmente creemos. Uno de esos conceptos es el de “inflación”. En este periódico ya la hemos nombrado muy superficialmente en números precedentes (de hecho, en este número también se la nombra en otra nota) por lo que consideramos oportuno desarrollarlo un poco más desde su aspecto teórico/histórico, para intentar tener un acercamiento más cabal de su uso e implicancias.
La inflación y (algunas) de sus causas
“Primero lo primero” dice un uso coloquial, así que para dar inicio a estas líneas partiremos de una definición aceptada, en general, por estudiosos de la materia: “se denomina inflación a un aumento del nivel general de precios. Usualmente se calcula a partir de los incrementos porcentuales del costo de vida, es decir, cuánto varía la suma de dinero que paga un consumidor por un conjunto representativo de los bienes y servicios que adquiere habitualmente”. O sea que la inflación vendría a ser el aumento sostenido en una brecha de tiempo determinada de las “cosas” y los “servicios”. En definitiva, es la pérdida de valor de la “moneda papel”.
Como en cualquier “ciencia social” (por llamarlo de alguna manera) la subjetividad teórica depende casi en exclusividad de aspectos ideológicos al momento de explicar/defender/criticar situaciones. El concepto de “inflación” no escapa a esta lógica, y dependiendo de qué lado de la vereda se sitúen los/as economistas, las causas del fenómeno inflacionario variarán en su explicación. Algunos/as teóricos/as hablan de “inflación de demanda”, ocasionada por el exceso de demanda de algún bien o servicio en particular; otros/as de “inflación de costos”, explicando el tema por el lado de la oferta, y un tercer grupo de “inflación estructural”, más vinculado a desajustes políticos y económicos históricos.
Pese a esta diferenciación ninguna explicación por sí sola revela el fenómeno, porque como la mayoría concuerda, la inflación es multicausal y depende de infinidad de situaciones. Lo que sí es claro es que la inflación como tal es un concepto inherente al capitalismo y su artificial funcionamiento basado en relaciones de fuerza desiguales entre “oferta y demanda”, “formadores de precios y consumidores”, “monopolios y productores”, “economías emergentes y países desarrollados”, etc. Y es evidente que sus consecuencias calan hondo sobre los más débiles en esa relación asimétrica que el sistema capitalista vende como colectivo. No es un mal reparto “de la torta”, sino de la forma en que se crea y sostiene esa torta.
Un poco de revisionismo no viene mal
Como intentamos sostener, la inflación no es algo exógeno al capitalismo como tal sino que es consecuencia directa del sistema y de las relaciones sociales que pone en juego. Para entenderlo tal vez sirva hacer un recorrido breve, pero histórico, de los vaivenes económicos de la Argentina. Situación que, en mayor o menor medida, se repite con variantes en cualquier economía emergente del globo.
Según datos oficiales de la Cámara Argentina de Comercio, durante los últimos cien años, la tasa de inflación promedio fue de 105% anual, siendo el máximo histórico de 3079% en 1989. Así que es evidente que el fenómeno en Argentina sirve como ejemplo valedero para explicar el tema inflacionario.
En la etapa que puede definirse como “conservadora” (1880 – 1930) los mercados externos definían los precios por dos razones determinantes: la escasa industrialización urbana y la dependencia casi exclusiva de la exportación de granos y de carne. Así que la economía dependía de los vaivenes externos y de aspectos más fortuitos como sequías, que determinaban si las cosechas eran buenas, o no. La dependencia de los mercados externos explota con el inicio de la primera gran guerra, ya que los compradores habituales cierran sus importaciones. En definitiva, y a groso modo, la inflación previa a 1920 y la baja de los precios se debe a la dependencia exclusiva de los mercados externos. En 1918, cuando finaliza la guerra, la tasa de inflación rondaba el 30%.
Después de la primera gran guerra, y hasta la segunda, deviene un período depresivo y regresivo como consecuencia directa de la contienda bélica. Los Estados se abroquelan fronteras adentro, aparecen los pactos sociales y a vivir de lo propio. En el ámbito local a partir del 30, el Estado aparece ya como un árbitro entre el capital y el trabajo y de a poco el vigoroso modelo forista de intervención social comienza con su declive tras años de persecución, cárcel y Leyes de Residencia. Es incipiente la industrialización y las migraciones internas producto de ésta.
Ahora, la inflación ya no podía explicarse únicamente como consecuencia externa, sino que era una conjunción entre la política agroexportadora, que se mantenía, y la economía diversificada a partir de la industrialización de los grandes centros urbanos, ya que dicha industrialización necesitaba insumos producidos dentro y fuera del país. La industrialización también trajo aparejada cambios en los consumos urbanos, definiendo de manera particular las relaciones comerciales. Entre 1945 y 1970 la tasa de inflación promedió 25%, luego de 1970 a 1973, 60%.
La etapa que se inicia en los 70 es la más agresiva respecto a la baja de los salarios, los ajustes externos y fiscales. Los mercados se vuelven más rígidos y concentrados y la brecha social aumenta considerablemente. Se baja el gasto público y se deprecian los salarios. El Estado se endeuda externamente ocasionando incontrolados movimientos cambiarios, acelerando los procesos inflacionarios. El promedio anual ronda en el 150%.
Para ir finalizando, en las décadas del 80 y 90 cambia la matriz política, es la época de las dos hiperinflaciones, la convertibilidad, las privatizaciones y todas las consecuencias sociales de dicho proceso. El capitalismo tiende a la concentración oligopólica y a la centralización del capital, ocasionando altas tasas inflacionarias ya que son los pocos marcadores de precios quienes deciden en la arena económica. Eso, sumado a la dependencia del dólar como moneda de cambio y al recorte del crédito externo.
¿Y en la actualidad qué?
No descubrimos nada nuevo si decimos que económicamente Argentina está en terapia intensiva. Es más, en diferentes notas hemos resaltado el contexto socioeconómico en el que está inmersa la economía local. Y en ese contexto ya sabemos por dónde se corta el hilo y cuáles son las recetas que desde la política se proponen como solución. La inflación no es sólo monetaria, de costo, de demanda o estructural. Es todo a la vez (y más). Según algunos analistas “pareciera que la idea del ministro Guzmán es intentar bajar la inflación mediante un retraso en el tipo de cambio en el marco de una situación monetaria y fiscal lo más ordenada posible”. Situación, que las veces que se implementó, terminó en crisis. Pero eso qué importa cuando las recetas y los que pagan son siempre los/as mismos. En ese sentido parece ir la prohibición a la exportación de carne, por más que la quieran vender como una protección al consumo local.
Como sostenemos al inicio de la nota, “lo económico” es un terreno pantanoso. La intención de estas breves líneas es exponer de manera general una situación en particular (la inflación) sobre la que todos los que tienen el pie en el plato dan recetas, pero que, vaya paradoja, sus vaticinios nunca se cumplen. Por eso repetimos: la inflación como tal no es algo exógeno al capitalismo, sino que consecuencia directa de su funcionamiento y desarrollo.
Ahora bien, dicho esto tampoco está demás resaltar una obviedad: soluciones a “lo macro” desde un periódico de raíz refractaria es, como mínimo, irreal e irresponsable. La búsqueda, como siempre decimos, debe ser colectiva. Y en esa búsqueda alternativas económicas desde “adentro” y por más testimoniales que sean, pueden ser el camino inicial para, al menos, replantearse a futuro las formas en que nos relacionamos, producimos y consumimos. Desde la experiencia práctica (cooperativismo, economía solidaria, economía comunitaria, economía alternativa, agro-ecologismo, etc.) se busca esas “otras formas”. Indagar en ellas, inmiscuirse, criticarlas, mejorarlas, experimentarlas, puede ser el inicio de algo que dé sus frutos a futuro, en contraposición a lo impuesto.