Siganme, no los voy a defraudar. Carlos Saul.
Lo que comenzó como “rumores” de saqueo se convirtió con el transcurso de las horas en robos a supermercados en distintas partes del país. La postura adoptada por el gobierno fue la de que no se trataba de saqueos, sino de robos organizados. Esto es evidente, ya que la participación de múltiples personas en este tipo de acciones implica una cierta organización. Aunque algunas personas puedan unirse espontáneamente en el calor del momento, hay un grupo que coordina e inicia el asalto al negocio en cuestión.
Mucho se ha debatido en los días previos sobre la similitud entre la situación actual y la que se vivió antes de las revueltas de diciembre de 2001. La militancia cibernauta de los seguidores de Milei, siguiendo las palabras de su líder, intenta difundir la idea de que estamos viviendo una situación igual o peor que en 2001. Sin embargo, esta percepción no es real. No solo se puede constatar a través de datos concretos, sino también a partir de las experiencias personales de aquellos que vivieron esa época. Pero, es válido preguntarse cuánta desesperación debe experimentarse antes de que ciertas acciones sean consideradas justificables.
Nadie en este país puede creer que las cosas están bien, pero sin embargo no hay estallidos sociales. El pueblo se manifiesta solamente en las urnas. En parte, esto tiene que ver con que el aparato del PJ está en el poder, pero también con que el Estado ha sabido construir redes de contención en las últimas décadas para evitar la conflictividad en las calles. Los movimientos sociales que surgieron de manera contestataria, donde el piquete, las gomas y las gomeras eran formas de arrancar al Estado algunas migajas, hoy se convierten en diques para encauzar los reclamos sociales. Las movilizaciones que antes buscaban tensionar la relación entre el pueblo y los gobernantes, ahora no son más que la negociación de fuerzas políticas por el control de diferentes recursos. Además, el enfoque electoralista en gran parte de los sectores de izquierda, que no ha logrado resultados fructíferos, contribuye a la recuperación de los movimientos de lucha por parte del Estado.
La noción de que los saqueos son innecesarios si la situación no es tan precaria como durante el gobierno de De la Rúa, ignora el torbellino de emociones y nuevas ideas que surgieron durante ese tiempo. En 2001, las redes sociales no existían y los rumores se propagaban principalmente a través de los teléfonos fijos y, en su mayoría, por los patrulleros que buscaban mantener a las personas recluidas cuidando sus barrios. Los saqueos siempre estuvieron planificados, ya sea por un reducido grupo de personas, por influencia de punteros politicos o mediante las organizaciones que reclamaban alimentos fuera de las grandes cadenas de supermercados. Donde quedaba claro que si las cosas no se cedían pacíficamente, se recurriría a la fuerza.
Queremos dejar claro en este punto que no somos ajenos a la manipulación política que se lleva a cabo, ya sea desde algún sector de la oposición o quizás por sectores que prefieren mantenerse en las sombras, moviendo sus aparatos para desestabilizar al actual gobierno. Esta manipulación intenta provocar miedo en los comerciantes, al mismo tiempo que se encarga de organizar algunas de las intrusiones a supermercados, buscando generar un clima enrarecido que recuerde al 2001 y ponga el énfasis en el desgobierno actual. Como leña sobra, Patricia Bullrich incluso va más allá, sugiriendo que el gobierno debería declarar el Estado de Sitio si la situación lo ameritase.
Esta confabulación de sectores del poder no tiene mucho de dónde tirar, como dijimos, la realidad es diferente. No solo por los factores económicos, sino principalmente por las fuerzas sociales. Durante los últimos años del gobierno de Carlos Saúl y el gobierno de la Alianza, hubo un desarrollo de los movimientos de desocupados. Se crearon redes que derivaron en formas de lucha y apoyos populares a ciertas estrategias, si bien no toda persona podía estar de acuerdo con un saqueo a un mercado chico, esta realidad era entendible. Hoy, cuando en municipios empobrecidos se saquea un mercado, aquellos quienes se suman, desde la política y las redes, a fogonear para que esto ocurra se encuentran posicionados en contra no solo de estas acciones, sino también de las personas que las llevan adelante.
La pobreza solo sirve como eslogan en la miseria de la política. La militancia liberal libertaria solo utiliza a los pobres como un número que se puede usar para criticar al gobierno. Las personas no importan para ellos. Festejan que en lugares empobrecidos se vote a candidatos como Milei como si eso fuese un triunfo moral sobre el peronismo. La misma retórica de cada político que ha llegado al poder, donde se hace gala de las mayorías pobres que los apoyan.
La pobreza y el hambre son solo discursos en la boca de estos pichones de políticos. Liberales y progresistas difieren en la manera de denominar como saqueos a estas acciones, pero muchas veces coinciden en algo fundamental. El pobre solo puede aspirar a un paquete de fideos o harina. En el momento en que alguien entra a un local a llevarse algo que no sea parte de la dieta que estas personas creen que el pobre debe tener, ponen el grito en el cielo. Si se llevan bebidas, los tildan de borrachos; si se llevan televisores, teléfonos, camperas y todas esas cosas que no tienen los medios para conseguir, cosas que se espera no les pertenezcan a ciertas clases sociales, el Estado tiene que volver a ponerlos en su lugar.
La violencia es caótica y la ilegalidad, cuando es masiva, es impredecible. Quienes están detrás de estos saqueos y de las campañas que buscan generar este clima juegan un juego bastante peligroso. Su enfoque se limita a ver cuántas posiciones pueden avanzar, cuánto caos pueden generar. Quienes pagan son aquellos por quienes nadie se preocupa si terminan en una comisaría. Sin embargo, solo hace falta que cambie el viento para que el fuego se propague a lugares inesperados y que estos sectores que luchan por el poder del Estado formen alianzas suficientes para sofocar esas llamas, utilizando la situación para idear nuevas formas de represión. Nada nuevo bajo el sol. Siempre es crucial entender las motivaciones políticas y a quién beneficia cierto accionar, pero nunca es apropiado asumir el papel de policía o juez para atacar a sectores marginados con la pretensión moral de dictar cómo y cuándo deberían actuar.
Existe una costumbre clasemediera de establecer cuánto hambre es suficiente y a qué puede aspirar cada clase social. Si alguien sobrevive de los cartones, entonces es juzgado si posee un celular. Si alguien tiene una pared sin revocar, entonces no debería estar tomándose selfies. Cada clase social debe tener un número limitado de aspiraciones. El “pobre honesto” es aquel que pasa hambre tomando mate cocido en lugar de cenar, no quien ocupa un terreno para construir su futuro o saquea un local para llevarse algo de mayor valor, ya sea para venderlo o porque sabe que no existe otra forma de cumplir con esa aspiración.
La propiedad, como nos decía Proudhon, es el robo.